El carbono forma el esqueleto de todos los compuestos orgánicos, que se unen uno tras otro como cuentas de collar casi sin fin, como las letras de una larguísima palabra, o en nuestro caso, moléculas.

La causa hay que buscarla en el lugar que ocupa el carbono en la tabla periódica y en su necesidad de completar su nivel de energía más externo con ocho electrones, una regla general que recibe el nombre de regla del octeto. […] Tanto el carbono como el nitrógeno y el oxígeno quieren tener ocho electrones en su nivel exterior, pero eso resulta más fácil para uno de estos elementos que para los otros. El oxígeno, en tanto que elemento ocho, tiene en total ocho electrones. Dos se sitúan en el nivel de menor energía, que es el que se llena primero. Eso deja seis electrones en el nivel exterior, de modo que el oxígeno siempre anda buscando un par de electrones más. Dos electrones no son tan difíciles de encontrar, así que el agresivo oxígeno puede dictar sus condiciones y mangonear a otros átomos. Pero la misma aritmética nos dice que al pobre carbono, el elemento seis, le quedan cuatro electrones después de llenar su primer nivel de energía, y por tanto necesita cuatro electrones más para completar los ocho. Eso ya no es tan fácil, y de ahí que el carbono sea tan poco exigente a la hora de formar enlaces. Se pega a lo que sea.

La promiscuidad es la gran virtud del carbono. A diferencia del oxígeno, el carbono tiene que formar enlaces con otros átomos en todas las direcciones que pueda. De hecho, el carbono comparte sus electrones con hasta cuatro átomos al mismo tiempo. Eso le permite construir cadenas complejas, incluso redes tridimensionales de moléculas. Y como comparte y no puede robar electrones, los enlaces que forma son firmes y estables. El nitrógeno también tiene que formar múltiples enlaces para ser feliz, aunque no llega a los extremos del carbono.

Fuente: La cuchara menguante de Sam Kean